Máximo Huerta. Escritor, periodista y librero. París despertaba tarde (ed. Planeta) es su última novela. el cinema paradiso de buñol FIRMA INVITADA El Teatro Penella de Buñol yace en silencio, disfrazado de garaje. Des- de fuera no es más que un edificio deslucido, un espacio abandonado y funcional donde los coches de los vecinos encuentran refugio bajo techos vencidos y paredes ennegrecidas. Pero basta cruzar el umbral para percibir que allí, bajo la herrumbre y el polvo, sobrevive un la- tido. El escenario, aunque herido, aún se intuye como la boca de un gigante dormido; las cortinas, deshilachadas y vencidas por el tiempo, conservan en sus pliegues el rojo apagado de la gloria. Y si uno cierra los ojos, todavía puede escuchar el rumor lejano de los aplausos, las voces de los actores y el temblor de la orquesta afinando antes de alzar el telón. Hubo un tiempo en que el Penella fue la joya del pueblo. Allí se reunían vecinos y familias enteras, vestidos con sus mejores galas, para dejarse llevar por las historias y los artistas que llegaban con el éxito firmado en las maletas. Fue el lugar donde se lloró con tragedias antiguas, donde se rio con comedias ingenuas, donde los sueños se hicieron posibles gracias a un haz de luz sobre las tablas. Ese pasado, aunque olvidado por muchos, no se ha extinguido del todo: perma- nece atrapado en las paredes como un perfume leve, como un eco que se resiste a desaparecer. La voz de Miguel de Molina, su última canción antes de partir al exilio en Argentina, está en ese lugar aban- donado. La memoria de un gran artista está dormida en ese teatro de Buñol que se cae un poco más cada día. Con los ladrillos se cae Ca- sablanca, Su majestad el Rey o Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Se cae Humphrey Bogart, Burt Lancaster o Victor Mature. El Penella se desmorona en la penumbra de la calle Pelayo. La madera cruje bajo el peso de los años, las lámparas están apagadas desde hace décadas y los camerinos son apenas cuartos fríos donde duermen los fantasmas de los artistas que entretuvieron a los veci- nos. Entre coches y neumáticos, entre manchas de aceite y ladrillos caídos, aún puede adivinarse la belleza. Como si la decadencia no hu- biera logrado borrar la esencia de lo que allí sucedió. Es un lugar casi en ruinas, pero lleno de dignidad. Un templo profanado por la rutina, convertido en almacén, y que aun así sigue guardando la nobleza de su origen. Cada vez que lo contemplo, pienso en Cinema Paradiso, en ese cine derruido que aún contenía la magia de todas las películas que alguna vez proyectó. El Penella guarda la misma fragilidad, la misma grandeza. Y como en la película, me asalta el deseo de devolverle la vida. Imagino el día en que un pueblo entero se reúna otra vez frente a su escenario restaurado, con un techo tal vez de cristal –como hizo Requena con la Iglesia de San Nicolás o Madrid con su Sala Equis– en el que la música regrese a sonar y las luces se enciendan como estre- llas en un firmamento recuperado. Creo que hay edificios que son más que ladrillos. El Penella es me- moria, identidad, belleza compartida. Devolverlo a la vida no sería un capricho, sino un acto de justicia con lo que fuimos y con lo que aún podemos ser. Porque no todo está perdido. El Penella espera paciente que al- guien vuelva a llamarlo por su nombre, que alguien levante otra vez el telón y diga: bienvenidos. Y yo sueño con estar allí el día en que sus luces se enciendan, para aplaudir de pie al renacimiento de un viejo teatro que nunca dejó de latir. © Alberto R. Roldán