Roberto Santiago. Escritor. Creador de la colección juvenil Los Futbolísimos, y autor de La rebelión de los buenos (editorial Planeta) EL AÑO EN QUE LA TORRE DE MADRID FUE MÍA FIRMA INVITADA Dice Borges que todo el mundo tiene un lugar secreto. Sin duda, en mi caso, ese lugar secreto es el rascacielos de la Torre de Madrid. Abro paréntesis: me encanta la palabra rascacielos, es un vocablo en desuso, por desgracia. Hoy en día no sé si se podría aplicar a un edi-ficio de 34 plantas. En cualquier caso, me voy a permitir esa licencia, en señal de cariño y homenaje. Viví durante casi cinco años en ese maravilloso rascacielos. Entre los años 2001 y 2006. La Torre de Madrid, por si alguien no la ubica, está en la Plaza de España de Madrid, entre la Gran Vía y la calle Princesa. Fue proyectada y construida a finales de los años cincuenta por los her-manos Julián y Joaquín Otamendi, arquitectos e ingenieros que tuvie-ron una gran influencia en la época. Claramente, se inspiraron en cierta arquitectura norteamericana (estilo New York, si se me permite decirlo así), usando hierro y hormigón armado como elementos más llamativos. En la Torre han vivido muchos artistas. Por ejemplo, Luis Buñuel, nada menos, del que quedan algunos bocetos que realizó desde su te-rraza con vistas al parque del Oeste. O Terry Gilliam, la primera vez que intentó rodar su película del Quijote. También vivió en el ático el gran escritor Fernando Díaz Plaja, cuya épica mudanza (incluyendo árboles que bajaban en grúas desde la azotea) aún se recuerda. El caso es que en 2005 la empresa propietaria del inmueble em-pezó a desalojar a todos los inquilinos, entre los que me encontraba yo mismo. Su objetivo era hacer una gran reforma integral y poner a la venta todos los pisos. Tuvieron que esperar a que la mayoría de los contratos suscritos fueran venciendo, pues éramos muchos los que no queríamos irnos de la torre. Yo, desde luego, me resistía a marcharme. Poco a poco, el edificio se fue vaciando de personas. Era una sen-sación muy extraña, como si la vida interior de la Torre de Madrid se fuera apagando lentamente. En 2006, aquel rascacielos estaba ya prácticamente vacío. Solo quedábamos un puñado de irredentos inquilinos, en un bloque gigan-tesco con casi trescientos pisos. En muchas de las plantas ya no había nadie. Durante aquellos últimos meses recuerdo subir en el ascensor con una sensación de estar viviendo en una especie de castillo encan-tado. Todas las luces apagadas. Ningún vecino. Ruidos inquietantes que provenían de los pasillos, los vestíbulos y las entreplantas. Si la Torre de Madrid siempre ha sido un lugar mágico, puedo ase-gurar que durante mis últimos días allí lo fue aún más. Me levantaba al amanecer y recorría el bloque de arriba abajo sin cruzarme con na-die, por el mero placer de hacerlo. Lo hacía con curiosidad, con miedo también, y, sobre todo, con plena conciencia de que aquello era único y, posiblemente, irrepetible. No puedo estar seguro, pero creo que fui el último en irme. O eso quise creer. Como el último mohicano que se resistía a aceptar el cambio de los tiempos. Así fue como, gracias a mi obstinación, obtuve aquel premio. Un edificio entero para mí solo. Y qué edificio. Durante un breve espacio de tiempo, la Torre de Madrid fue mía.