I nnov AT fuller entendió la construcción como un producto independiente del proyecto libertad para innovar, para mejorar, para colaborar since- ramente con arquitectos y propiedad? La clave de todo entonces, como hoy, estuvo en el modelo de contrata- ción. Un contrato por tarifa de honorarios. La negocia- ción no se basó en: “¿Cuánto costará nuestro edificio?”, eso aún había que decidirlo. La pregunta fue: “¿Cuánto cobraría usted por gestionarnos la obra?”. Parece un simple cambio de enfoque, pero en realidad era el con- texto en el que se daba todo lo demás y que hoy hemos perdido. La base para una productiva relación de cola- boración y confianza. Cambio de paradigma. Hoy, las preguntas son diferen- tes: “¿Por cuánto “menos” nos construirá el edificio?... Mire que se lo he preguntado a cuatro o cinco más”. De hecho, al equipo de diseño se lo contrata igual. A partir de aquí, la batalla está servida. Por cada persona que interviene, un objetivo diferente. La Torre de Babel del siglo XXI. El secreto a voces que corroe como un cán- cer el paradigma dominante. No faltará quien, en este punto, se rasgue las vestiduras: “No es para tanto, mire usted. El Empire State fue un ejemplo excepcional, pero debió ser el fruto de una milagrosa conjunción de fac- tores”... Pues no es así. Cuando Paul Starrett (1866-1957), cofundador con su hermano Bill de la Starrett Brothers & Eken, se pre- sentó en el despacho del exgobernador Al Smith para ofertar la construcción del Empire State, tenía 63 años, con 41 de experiencia desde sus inicios en Chicago. Solo llevaba siete años construyendo bajo su propio nombre, pero antes había sido presidente de la Fuller Company durante 17 años. En ese tiempo, pasaron por sus manos del orden de 4.700 millones de dólares al cambio actual. Hubo un momento en que el 80% de los grandes edificios que se construían en Nueva York los hacía la Fuller. Paul convirtió la compañía en la cons- tructora más grande de EE UU, y en todo ese tiempo no tuvieron una sola demanda. Su fama de confiable le acompañaba cuando ofertó y ganó la obra del Empire. Paul no era un constructor cualquiera, pero es que la Fuller tampoco era una constructora cualquiera. Su fundador, George A. Fuller, murió en 1900, a los 49 años, pero le dio tiempo a revolucionar para siempre la concepción del negocio. Fuller entendió la construc- ción como un producto independiente del proyecto. Un negocio con sus propias necesidades de gestión, y donde una visión técnica y global como la suya, pero sin la responsabilidad del proyecto y el diseño, le permitía tener un control absoluto y directo de todo el proceso constructivo. Hasta ese momento, las obras se contrata- ban por lo que hoy llamamos “minilotes”. Directamente lo hacía la propiedad o a través del arquitecto. Fuller inventó, en 1882, lo que hoy conocemos como contra- tista general. En muy poco tiempo se convirtió en el rey indiscutible de la construcción en el Chicago postincen- dio, y la clave de su éxito fue la confianza. Su capacidad de gestión de la obra le permitió ofrecer seguridad a sus clientes. Pero, a pesar de los enormes cambios que Fuller introdujo en el negocio de la construcción, una cosa seguía inmutable en el Chicago de finales del XIX y permitía todo lo demás: los contratos seguían siendo por tarifa de honorarios. ¿Se daba esa clase de libertad cuando las catedra- les eran blancas? Ha quedado poca información de los tiempos de las catedrales para saber en detalle cómo se hacían aquellos prodigios prerrenacentistas, pero de cómo se contrataban hay información a raudales. En los archivos catedralicios y otras instituciones civiles, se guardan celosamente los libros de cuentas. Precisos apuntes contables de los pagos de todas aquellas acti- vidades. Un registro excepcional de la vida profesional de los, por entonces llamados, maestros de obra. Del estudio detallado de estos legajos, se puede concluir que, efectivamente, la fórmula de contratación habitual de la construcción en el siglo XIV de las catedrales era la misma que en el Chicago de finales del XIX: un jornal según nivel profesional, es decir, una tarifa de honora- rios fijos, gastos de material aparte. Los ejemplos históricos sobre la contratación por tarifa son abundantísimos y nos demuestran que hubo un tiempo en que el paradigma era otro. Hoy, en las periferias de la ciencia normal, como respuesta a las constantes anomalías del sistema, aparecen nuevos ca- minos, nuevas formas de hacer las cosas. Los contratos colaborativos o IPD están proponiendo un ilusionante nuevo enfoque basado en la colaboración y en la con- fianza. Aunque quizá no sea tan nuevo. Desde que el hombre es hombre, la codicia se mueve sibilina entre nuestros pies, pero también la grandeza nos eleva para hacer grandes cosas juntos. Hubo un tiempo en que lo natural era la colaboración de unos con otros. Donde el éxito era de todos porque todos compartían un obje- tivo común. Hubo un tiempo en que las catedrales eran blancas y las obras, transparentes. •