José Manuel Fajardo. Escritor y traductor. Su última novela es Odio (Fondo de Cultura Económica) EL ALMA EN EL ESPEJO DE LA CIUDAD FIRMA INVITADA La capacidad de modificación y acomodación del entorno es la huella del ser humano como especie. Una huella que nos dice mucho sobre él a lo largo del tiempo, de los menhires prehistóricos a los rascacielos. No es por tanto exagerado afirmar que la ciudad, ese espacio privile-giado de la modernidad donde hoy vive el 56 por ciento de la pobla-ción mundial, es espejo de nuestra condición. La gran arquitectura de nuestra civilización, la que hunde sus raíces en la antigüedad grecorromana, nació como transmutación en piedra de lo sagrado para crear un espacio de comunión del hombre con los poderes de la naturaleza. En la hoguera ritual de la Grecia arcaica, en la que ardía la ofrenda a la divinidad invocada (con madera de laurel si era el dios Apolo; de olivo si la diosa Atenea), el fuego se cobijaba bajo una armazón de troncos que formaban una pequeña bóveda. El atadijo con los restos de esa hoguera, sujetos con una malla, era la reliquia que se veneraba. La arquitectura clásica griega que hoy admiramos no hizo sino transformar en piedra tallada ese arcaico espacio ritual. El atadijo de restos se esculpió en pie-dra labrada para formar el ónfalo, la ofrenda que señala el ombligo del mundo. Y la arquitectura reconstruyó con columnas de mármol aquella antigua bóveda de maderas que cubría la hoguera sagrada. Por eso, las columnas de los templos griegos no son rectilíneas sino ligerísimamen-te curvadas hacia adentro, de forma que, si las prolongáramos cientos de kilómetros hacia lo alto, acabarían tocándose allá arriba y cerrando una cúpula remota sobre el Partenón, por ejemplo. La arquitectura cristalizó el alma de una época y lo ha seguido ha-ciendo. En la elevación espiritual de las catedrales góticas o en la es-peculación monetaria de las torres de Wall Street. No es de extrañar pues que el espacio arquitectónico juegue un papel importante en la literatura: el hábitat de los personajes me ayuda siempre, como escri-tor, a entrar en el alma de estos. En mi novela Odio, por ejemplo, la descripción del barrio londinen-se del Soho, justo antes de la aparición de uno de sus protagonistas, Mr. Wildwood, hace que Londres refleje y anticipe, en el mundo de la ficción, el lado oscuro de su alma: «Un halo de corrupción flotaba con particular densidad sobre los edificios ennegrecidos por el hollín del barrio del Soho, como una se-gunda neblina invisible a la mirada, pero perceptible en la alarma de la piel, que se erizaba ante el espectáculo de sus calles. La misma ar-quitectura del barrio tenía algo de monstruosa. Los edificios se amon-tonaban enrevesados como tumores, grotescos, llenos de recovecos que parecían negar cualquier lógica. Aleros inútiles, puertas selladas, ventanas eternamente cerradas tras las que nunca se veía brillar el aliento de una luz, patios estériles a los que no se podía acceder por ninguna parte. Los negocios crecían en las paredes de los edificios como excrecencias. Y tras sus escaparates sucios las pilas de objetos arrojados más que expuestos semejaban proliferaciones de insectos. Tal parecía que de un momento a otro fueran a empezar a moverse por su cuenta». Y, tras escribirlo, no pude evitar preguntarme qué imagen me de-vuelve, en la realidad, la ciudad donde vivo. Ya ven: son los ecos de la arquitectura en la literatura… Y en el alma.