Dimas Prychyslyy. Ganador del Premio 25 Primaveras con la novela No hay gacelas en Finlandia (Espasa) UNA MADRE LLAMADA CASA El sonido que más tristeza me produce es el de la cinta de embalar. Ese derrape al sellar la última caja. El sabor de las mudanzas inminentes. Esa tristeza no entiende de prisas y, acaso, eso sea lo único que la vuelve menos terrible. La prisa es lo que convierte la tristeza en drama. Un drama que ha arrasado en un avance paradójicamente lento y despiadado más de un millar de construc-ciones en La Palma. Mi primera mudanza fue desde Tenerife a Sala-manca, y me tomé varias semanas para pensar lo que me llevaba. La ausencia de las prisas no ayudó a que los objetos perdieran su significado una vez llegaron las cajas a su destino. Con permiso de W. Benjamin, los objetos se habían desalmado, carecían de valor en ese contexto nuevo. Durante esos años de carrera, seguían suce-diéndose los episodios de desahucios, algunos con desenlaces fatales, consecuencia de la crisis financiera de 2008, que todos queríamos creer puntuales. Hasta que un día recibí la llamada de una persona cercana y me contó el horror de las prisas, la selección de los objetos de más valor, el abandono que uno experimenta con la huida, como un murciglero en su propia casa, espoleado en ese caso por la banca, en este por la lava. Una sensación similar me invade con Cumbre Vieja. Y esa pérdida me resulta sentimental e irre-sarcible. Ver todos esos objetos amontonados en las furgonetas es como intentar hacer apuntes apresurados cuando se va perdiendo la memoria. Y es que la casa nos marca como una madre, basta asomarse a la historia literaria. Las mansio-nes de Jane Austen e Ivy Compton-Burnett que parecen reñir entre sí como los enamorados que se las disputan, o los criados y los señores que las habitan. Las casas espejo reflejando a los perso-najes, como la de los Buendía en Cien años de sole-dad o en El viaje a la semilla. Pienso en La Regenta o Madame Bovary. Las casas que son prisión, como en Crimen y castigo o Zuleijá abre los ojos. O la ini-gualable Madres negras, de Esteban Erlés, en la que la casa interactúa con los demás personajes. Una casa a los recuerdos es lo que una biblio-teca a los libros. Un lugar en el que perderse como Asterión en el relato de Borges, o Borges en los cuadros de Piranesi, o Piranesi en los de Escher, hasta volverlo un destello fractal y anacrónico de la mente del errabundo que recorre sus pasillos. Pienso en las primeras crónicas sobre las Ca-narias o el poema de Viana y la relación de la cue-va de Tamaide y las construcciones ideadas por César Manrique. El duro equilibrio entre la lava y la salitrera, la hosquedad domada de la gruta y el concepto pri-mitivo y sofisticado de guarida al servicio del lujo. Como todos aquellos que se han visto conde-nados al nomadismo, solo me queda creer en los nuevos comienzos, en casa de un familiar o en una furgoneta camperizada. Solo eso. Una casa a los recuerdos es lo que una biblioteca a los libros. Un lugar en el que perderse como Asterión en el relato de Borges, o Borges en los cuadros de Piranesi, o Piranesi en los de Escher FIRMA INVITADA © Salvador Jiménez–Donaire