Ernesto Pérez Zúñiga. Escritor. Veníamos de la noche (Galaxia Gutenberg) es su última novela. El ritmo visual de las ciudades FIRMA INVITADA Toda ciudad es un latido construido. Como en un electrocardiograma, los edificios y calles dibujan una sucesión rítmica de alturas y espacios, que obedece al corazón multiplicado de la historia de cada ciudad: la historia de sus arquitectos, urbanistas, políticos, poetas y también la de incontables habitantes anónimos que contribuyeron al paisaje urbano con una fachada pintada, las rejas de un balcón o un pequeño jardín. Latidos que dibujaron avenidas en un plano o alzaron el perfil de un rascacielos, un antiguo palacio o una iglesia. La ciudad misma es un electrocardiograma más o menos regular, lleno de ondas con altibajos. La ciudad es un ritmo. Un ritmo visual. En Venecia, los picos más altos los ponen el campanile de San Mar- cos y el de San Giorgio, y las vaguadas de su frágil trazado se dibujan en la serenidad de los canales. Algo similar ocurre en Estocolmo, es- tilizada en las estatuas que coronan su Ayuntamiento y pausada en el mar que rodea sus islas. Nueva York es un electrocardiograma con muchas puntas en Manhattan, que se relaja en cuanto cruzamos el puente de Brooklyn y que descansa, a un lado y otro, en Central Park y Prospect Park, entre la corriente fragorosa del Hudson. Qué distinta de una ciudad como Granada, ritmada por dos colinas y sostenida por el perfil grandioso de Sierra Nevada. Una de las colinas, el Albaicín, es una gramática sinuosa de cal y tejas, y patios donde se estiran los cipreses; la otra, la Alhambra, configura una melodía almenada sobre el bosque, y pautada por una sucesión de torres rojas, como las notas fuertes de una partitura. Pienso en el ritmo visual de las ciudades mientras paseo por Madrid, que también tiene ritmo de tráfico y peatón, como París y Londres, y no como tantas poblaciones de Estados Unidos que circulan solo sobre ruedas. Atravieso la nota redonda que emite La Cibeles entre los edi- ficios de Antonio Palacios, que elevan su solidez de sinfonías blancas donde resuena un clasicismo que, sin embargo, propone un continuo futuro para la ciudad. Voy a la Gran Vía donde el gráfico del electro se extrema en el contraste entre las estatuas fantasiosas de sus cúpulas, o el magnífico reloj de Telefónica, y las ramplonas franquicias que se esfuerzan en llenarnos los ojos de neones y cristaleras como en tantas otras urbes del mundo. Y pienso en Roma, la ciudad que más me ha pedido caminar sin atender ni el reloj ni el calendario. La ciudad que, cada vez que la visito, me urge a que me amolde a su ritmo de plazas y torres y ruinas y pi- nos en las colinas. La que me invita a que me ajuste por completo a su inagotable electrocardiograma donde tantos corazones han pensado y construido templos, estatuas y fuentes. La que me exige que atienda el ruido de sus agujeros en las aceras. La que me invita a silenciarme en un magnético callejón antes de latir de nuevo ante el espacio acuá- tico del Tíber. © Lisbeth Salas